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Yo jugué Augusta National

 

Hace algunos años tuve el privilegio de vivir una de las experiencias más importantes de mi vida golfística. Desgraciadamente son pocos los que pueden jugar Augusta National y yo tuve esa oportunidad que quiero recordar y compartir con todos en esta semana tan especial. Yo jugué Augusta National.

Lunes, 9 de abril de 2012

05:25 A.M.

Sólo unas horas después de que Bubba Watson se enfundara la chaqueta verde, allí estaba yo, en la habitación de una casa de la calle Ridgepine en la pequeña localidad de Evans, alternando miradas entre techo y despertador, repasando mentalmente golpes de la última jornada del Masters, hoyos, el amen corner… Decido poner fin a tan infructuoso descanso.

08:25 A.M.

Ducha, maleta hecha, desayuno y unos cuantos mails más tarde ya estoy preparado. Anticipo el calentamiento con unos swings de prácticas en el hall y todo listo.

Fue un acierto cargar con la pesada bolsa de palos desde España y pagar los correspondientes suplementos de US Airways. Augusta National no alquila palos. Así puede acreditarlo un compañero de una televisión extranjera que invirtió casi 1.000 dólares en material para poder contar la experiencia.

Subo al coche con mis amigos, Andrés y Jesús, que apenas van a poder pisar el campo. Augusta tampoco permite acompañantes o caddies oficiosos.

09:00 A.M.

Washington Road amanece menos bulliciosa que en anteriores jornadas. El tráfico es fluido y en pocos minutos alcanzamos la puerta número tres. Giramos a la derecha. Un escalofrío me atraviesa. Ante nosotros una vista inédita; Magnolia Lane, la calle más famosa del mundo del golf. Una carretera estrecha, de poco más de 300 metros, flanqueada por 60 imponentes magnolios. Al fondo la casa-club, edificación de 1854, contemplada en los libros de arquitectura como la primera construcción de cemento en los EE.UU. La prensa no está autorizada a usar esta entrada, únicamente reservada a jugadores y autoridades. Un policía rompe la magia del momento y me solicita la invitación. Quedan 12 minutos para que se cumpla la hora de citación y hemos cometido un terrible error de protocolo. De forma no muy amistosa la autoridad nos invita a parar el coche y esperar hasta el minuto exacto para poder cruzar los umbrales del paraíso.

09:30 A.M.

Tras acreditar mi identidad, un empleado del club me recibe con una amable sonrisa mientras que de igual forma muestra a mis amigos el camino de salida. Antes, una advertencia: la duración del recorrido será de unas cuatro horas y media y hasta entonces mis acompañantes no serán bienvenidos allí.

A continuación, me guían hasta el vestuario de campeones. Primera sorpresa: mi nombre está en la taquilla de Mike Weir. Me sorprenden las diminutas dimensiones de este legendario lugar, así como que los míticos ganadores de la chaqueta verde tengan que compartir los cubículos de madera asignados.

En el Trophy Room se sirve un desayuno ligero. No puedo concentrarme en las tostadas. Aprovecho mi tiempo curioseando en las añejas estanterías y vitrinas plagadas de detalles que en eBay fácilmente superarían los 7.000 dólares por pieza. Desde las cartas de Bobby Jones buscando socios para el club en los difíciles inicios, hasta las gafas de Clifort Roberts, los dos creadores e instigadores de este mito hecho campo.

10:10 A.M.
En el impecable campo de prácticas me recibe Stuart, mi caddie ocasional. Este profesor de colegio y hándicap 15 me confiesa que no porta bolsas por dinero, sino por el placer de pisar Augusta National y tener la opción de poder jugarlo un día al año. Stuart me limpia los palos, revisa los zapatos y me acompaña a mi puesto establecido en el campo de prácticas, donde me espera una perfecta pirámide de bolas Titleis Pro-V a estrenar. Tras unos minutos de vértigo en el putting-green, llegamos al tee del uno, donde nos aguardan nuestros compañeros de partida. Son periodistas de EE.UU., Canadá y Portugal que han tenido la misma dicha que un servidor. Falta un minuto para las 10:20. Ahora el sueño es más real que nunca.

12:30 A.M.

Ya en la mitad del recorrido, voy alternando bogeys con pares, pero me siento cómodo con mi swing y hasta creo que le he perdido respeto a Augusta tras la lógica congoja inicial. Mi golpe inaugural termina en el búnker de la derecha del Hoyo 1, anticipo de un bogey razonable. En el 2, salida a los árboles de la izquierda, milagroso hierro ocho a la calle y desde ahí prodigiosa madera tres que recuerda al hierro cuatro de Carl Swchartzel el día anterior, materializado en glorioso albatros (dos golpes en un par cinco). Mi bola no llega a tanto pero se queda a un metro del hoyo para lo que parece un extraño birdie. No toco hoyo.

Transcurre el recorrido con alternancia de buenos y regulares golpes hasta el Hoyo 8, segundo par cinco, driver y madera tres certeros y un approach de unos 60 metros donde dejo la bola dada. Primer birdie del día, primero en Augusta.

02:00 P.M.

Mi paso por el Amen Corner es más que aceptable. Bogeys en el 10 y 11, me parecen los hoyos más brutales del recorrido, y llegamos al mítico 12. Son 140 metros de fantasía.

Sería un pecado fallar este golpe-. Pienso en voz alta.

Mi hierro ocho sale directo a bandera. Stuart jalea para que entre, pero la caprichosa bola bota tres metros corta de bandera y cae ladera abajo, aunque detiene su paso milagrosamente antes de llegar y remojarse en el Rae’s Creek plagado de tortugas. Es entonces cuando se produce el momento culminante de la jornada. El approach con el wedge de 60º sale directo y tras un par de botes la bola desaparece dentro del hoyo ante el júbilo de mi caddie y resto de compañeros. Con la moral por las nubes cumplo con pares hasta el Hoyo 17, en cuyo tee repaso la tarjeta: 70 golpes y me quedan dos hoyos. La  proeza de bajar de 80 sigue ahí. Pero Augusta me devuelve a la realidad. Bogey en el 17, tras equivocarme de palo y bogey en el letal tubo del Hoyo 18 gracias a un putt de tres metros.

Me quedo con 80 golpes. Estoy más que satisfecho.

03:00 P.M.

Con la adrenalina aún disparada, aprovecho que todos se apresuran a comer y a compartir sensaciones para dar el último paseo por la sagrada hierba de este santuario. Ahora en paz absoluta, sin jugadores, sin público… El constante alboroto de los pájaros acompaña mis reflexiones.

Augusta National es majestuoso. No me ha parecido tan complicado como sospechaba (saliendo desde amarillas); sus calles son amplias y su distancia asequible, sobre todo desde el tee adelantado. Es un campo de pensar los golpes a green, de saber dónde está el fallo en cada momento y esa ha sido la clave de mi resultado, gracias por supuesto a la inestimable ayuda de Stuart. Aunque el resultado es lo de menos. Imaginen poder jugar un partido con sus amigos en Maracaná o en el Madison Square Garden, o dar unos raquetazos en la pista central del All England Club. El golf tiene estas cosas. A veces los sueños se cumplen. ¿El mejor momento? Precisamente el que viví al terminar mis 18 hoyos; Augusta y yo solos, cara a cara, lejos del bullicio del público.